Quizá la mejor muestra del poder que esconde la literatura está en que todo estado dictatorial o totalitario persigue y encarcela a escritores cuya ideología es contraria a la que quieren imponer. Los métodos para acallar su voz van desde el desprestigio social hasta el encarcelamiento, la tortura y la muerte, dejando como únicas alternativas posibles arrodillarse o el exilio.
Esta triste realidad se ha repetido una y otra vez a lo largo de la Historia en todos los rincones del planeta. Hoy en día no son pocos los países que persiguen, encarcelan y ejecutan a escritores y periodistas cuyo único delito es pensar diferente y no callarse lo que tienen que decir. Cuando un escritor deja de hacer sólo literatura y adopta una postura crítica, se expone al ataque de los lobbies dominantes, y no sólo en el plano político, pues sexo y religión también suelen ser “materia de represión”.
Cuando un poeta llega a dar su vida en las luchas políticas, la inmediata posteridad suele explicablemente dramatizar el holocausto, poniendo el acento en la zona más grave y riesgosa de su compromiso, y a veces (pero no siempre) en el nivel más profundo de su indagación artística. En España fue el caso de Miguel Hernández y García Lorca; en América Latina, el de Otto René Castillo, Ibero Gutiérrez, Javier Heraud, Ricardo Morales, Leonel Rugama, Francisco Urondo y también Roque Dalton. Sin embargo, ese justo rescate de una actitud coherente y valerosa, corre el riesgo, sobre todo en este último caso, de opacar otro rasgo primordial, por cierto no tan frecuente en la poesía latino-americana: el ejercicio del humor.
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